84 PEDRO PRADO bestias, y ella se hizo palpable al embocar una alameda rumorosa llena de fresca sombra. —Espere—advirtio Solaguren al cochero— Nos vamos a bajar. —Si,—afirmo el pinfor. —Pagaremos como si nos llevase hasta el fin. —De descanso a sus caballos en esta sombra. —Adios. amigo, y gracias! Orillando los alamos, claro y Iresco, medio oculto entre tupidas hierba-buenas, pasaba un arroyo de agua cristalina y silenciosa. El pintor, cortando un manojo oloroso, lo llevo a su rostro y lo resfrego con avidez por sus barbas y desgrenadas patillas. Solaguren rio placentero, y diose tambien a cogeralgunas hojas que guardo junto con su pafiuelo. El arroyo cruzaba el camino; el pintor, va~ gabundo lleno de experiencia, hizo notar a Solaguren que sobre acequias y canales, en ambas embocaduras de los puentes, prendidas de las malezas polvorientas extendian su red las arenas.

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