178 PEDRO PRADO una saliva amarga. ]Cuanfo le duelen los brazos! Juan, tan pequenito, y como pesa! El ni~ no enfermo vuelve a inquietarse. Solaguren palpa su frenfe, y ella le quema como una brasa.—Qh! no! no!—■ y Solaguren vuelve a bailar; recuerda su itinerario y va, sorteando los muebles, en rapidos y livianos g'iros por todos los recovecos libres. Danza!.. danza! Unas campanadas distantes suenan breves y argentinas; Solaguren les sonrie. Abre un postigo y ve el jardin sumido aun en la noche; pero ..no; un pajarillo oculto canta. Quedase con el rostro pegado a los cristales. Si; ahora percibe un leve claror; viene, viene el alba! El agua en la pieza de bano deja de caer, y pasos se aproximan. Es Isabel que llega. Enjuga en su delantal sus brazos desnudos. —Damelo!—ordena—Cubrelo con el chal; ahora, acuestate. Solaguren se queda contemplando a su mujer; lleva tres dias y tres noches cuidando al enfermito, y su resistencia no decae. En cambio, el es la primera noche que pasa en pie y

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