UN JUEZ RURAL 239 ofrecta Santiago. Hacia el sur, saliendo a pieno campo, seguta, hasta desvanecerse, una ltnea de puntos luminosos: era el camino de San Bernardo. Dispersas al pie de la Cordillera pestaneaban pequenas luminarias, y, arriba, en los ialdeos lejanos, dos grandes luces rojizas denunciaban incendios en las quebradas. Un enorme halo luminoso emergia como el halito de la ciudad. Levantando la vista, por entre el ramaje de los pimientos, vetase el cielo lleno a su vez de luces infinitas. Un aire fresco co~ menzaba a soplar. —Los senores qque vino prefieren?— Era el mayordomo que acudia solicito. —Bebamos algo que valga la pena— dijo Solaguren, y escogio dos botellas de vinos generosos. El menu fue suculento. Poco a poco la alegria quiso asomar en la conversacion, pero ambos amigos segutan demasiado oprimidos por sus anteriores pensamientos y por la inmensidad de la noche cerrada sobre eilos. Mezclose, sin embargo, una alegrta naciente al sedimento apozado por la vaga angustia, y
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