158 PEDRO PRADO didos tenia el incentivo de una aventura, Solaguren iba ileno de curiosidad. A1 llegar al cuartel, vecino al Juzgado, todavia oiase el largo reguero de ladridos que habian ido levantando en la quietud de la noche. —Tomare declaraciones aqui. iLos presos donde estan? \ —Pase, Usia—dijo el comandante, un senor de baja estatura, vestido de paisano, sin mas insignia que una gorra de militar. Al escriforio del Comandante lo amobiaban una mesilla vieja y pequeiia, una silla desportillada, y un estantito de colgar, todos naufragos en la enorme pieza vacia. Apenas si en la parte central del vasto aposento alumbraba, debil y humeante, una lampara de petroleo. Hubo carreras de guardianes en busca de papel, de tinta, de otra silla. Galindez, indignado, saiio personalmente en busca de sus utiles. Solaguren quedo solo; miraba al rededor sin poder sondar los lejanos rincones oscuros. Fue hacia ellos. Las tablas del piso estaban rotas; al andar se sentia, cubriendolas, una suave capa de polvo. Pero que profunda era aque-

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