y de los hombres, no impedirlo, ayudarlo con el silencio, era una im-perdonable injusticia, el colmo de la indignidad hipócrita, un crimen bajo, cobarde, abyecto, vil. Por primera vez en ocho años acababa de sentir aquel desdichado el sabor amargo de un mal pensamiento y de una mala acción. Los re-chazó y los escupió asqueado. Y siguió cuestionándose. Reconoció que su vida tenía un objetivo, pero ¿cuál? ¿Ocultar su nombre? ¿Engañar a la policía? ¿No tenía otro ob-jetivo su vida, el objetivo verdadero, el de salvar no su persona sino su alma, ser bueno y honrado, ser justo? ¿No era esto lo que él había querido y lo que el obispo le había mandado? Sintió que el obispo estaba ahí con él, que lo miraba fijamente, y que si no cumplía su deber, el alcalde Magdale-na con todas sus virtudes sería odioso a sus ojos, y en cambio el presidiario Jean Valjean sería un ser admirable y puro. Los hombres veían su más-cara, pero el obispo veía su conciencia. Debía, por lo tanto, ir a Arras, salvar al falso Jean Valjean y denunciar al verdadero. ¡Ah! Este era el mayor de los sacrificios, la victoria más dolorosa, el último y más difícil paso, pero era necesario darlo. ¡Cruel destino! ¡No po-der entrar en la santidad a los ojos de Dios sin volver a entrar en la infamia a los ojos del mundo! —Esto es lo que hay que hacer —dijo—. Cumpla-mos con nuestro deber, salvemos a ese hombre. Ordenó sus libros, echó al fuego un paquete de recibos de comerciantes atrasados que le de-bían, y escribió y cerró una carta dirigida al ban-quero Laffitte, y la guardó en una cartera que contenía algunos billetes y el pasaporte de que se había servido ese año para ir a las elecciones. Volvió a pasearse. Y entonces se acordó de Fantina. Principió una nueva crisis. —¡Pero no! —gritó—. Hasta ahora sólo he pensa-do en mí, si me conviene callarme o denunciar-me, ocultar mi persona o salvar mi alma. Pero es puro egoísmo. Aquí hay un pueblo, fábricas, obre-ros, ancianos, niños 99
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