pasaban por ella como las olas. Así transcurrió la primera hora. Pero poco a poco empezaron a formarse y a fijarse en su meditación algunos conceptos vagos. Principió por reconocer que, por más extraordina-ria y crítica que fuera esta situación, era dueño absoluto de ella. Esto no hizo sino aumentar su estupor. Independientemente del objetivo severo y reli-gioso que se proponía en sus acciones, todo lo que había hecho hasta aquel día no había tenido más fin que el de ahondar una fosa para enterrar en ella su nombre. Lo que siempre había temido en sus horas de reflexión, en sus noches de in-somnio, era oír pronunciar ese nombre; se decía que eso sería el fin de todo; que el día en que ese nombre reapareciera, haría desaparecer su nueva vida, y quién sabe si también su nueva alma. La sola idea de que esto ocurriera lo hacía temblar. Y si en tales momentos le hubieran dicho que llegaría un día en que resonaría ese nombre en sus oídos; en que saldría repentinamente de las tinieblas y se erguiría delante de él; en que esa gran luz encendida para disipar el misterio que lo rodeaba resplandecería súbitamente sobre su ca-beza, pero le aseguraran que tal nombre no le amenazaría, que semejante luz no produciría sino una oscuridad más espesa, que aquel velo roto aumentaría el misterio, que aquel terremoto con-solidaría su edificio; que aquel prodigioso inci-dente no tendría más resultado, si él quería, que hacer su existencia a la vez más clara y más impe-netrable, y que de su confrontación con el fantas-ma de Jean Valjean el bueno y digno ciudadano señor Magdalena saldría más tranquilo y más res-petado que nunca; si alguien le hubiera dicho esto, lo habría tomado como lo más insensato que escuchara jamás. Pues bien, todo esto acababa de suceder; toda esta acumulación de imposibles era un hecho. ¡Dios había permitido que estos absurdos se con-virtieran en realidad! Su divagación se aclaraba. Le parecía que aca-baba de despertar de un sueño; veía en la sombra a un desconocido a quien el destino confundía con él y lo empujaba hacia el precipicio en lugar suyo. Era preciso para que se cerrara el abismo que cayera alguien, o él a otro. Sólo tenía que dejar que las cosas sucedieran. La claridad llegó a ser completa en su cerebro; vio que su lugar estaba 97

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