—Perdonad, señor alcalde —dijo—. Tengo que recordaros algo. ¿Qué cosa? —Que debo ser destituido. Magdalena se levantó. —Javert, sois un hombre de honor, y yo os aprecio. Exageráis vuestra falta. Por otra parte, ésta es una ofensa que me concierne sólo a mí. Merecéis ascender, no bajar. Prefiero que conser-véis vuestro cargo. —Señor alcalde, no puedo aceptar. He sido siem-pre severo en mi vida con los demás. Ahora es justo que lo sea conmigo mismo. Señor alcalde, no quiero que me tratéis con bondad, vuestra bondad me ha producido demasiada rabia cuando la ejercitáis con otros, no la quiero para mí. La bondad que le da la razón a una prostituta contra un ciudadano, a un policía contra un alcalde, al que está abajo contra el que está arriba, es lo que yo llamo una mala bondad. Con ella se desorgani-za la sociedad. Señor alcalde, yo debo tratarme tal como trataría a otro cualquiera. Cometí una falta, mala suerte, quedo despedido, expulsado. Tengo buenos brazos, trabajaré la tierra, no me importa. Por el bien del servicio, señor alcalde, os pido la destitución del inspector Javert. Todo fue dicho con acento humilde, orgullo-so, desesperado y convencido, que le daba cierta singular grandeza a ese hombre extraño y honora-ble. —Ya veremos —dijo Magdalena. Y le tendió la mano. Javert retrocedió. —Perdón, señor alcalde, pero un alcalde no da la mano a un delator. —Y añadió entré dientes—: Delator, sí, puesto que abusé de mi cargo, no soy más que un delator. Hizo un respetuoso saludo y se dirigió a la puerta. Allí se volvió y con la vista siempre baja, dijo: —Continuaré en el servicio hasta que sea reem-plazado. Salió. 93

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