—Señor alcalde, vengo a pediros que propon-gáis a la autoridad mi destitución. Magdalena, estupefacto, abrió la boca, pero Javert lo interrumpió: —Diréis que podría presentar mi dimisión, pero eso no basta. Dimitir es un acto honorable. Yo he faltado, merezco un castigo y debo ser destituido. —Después de una pausa, agrego —: Señor alcalde, el otro día fuisteis muy severo conmigo injusta-mente; sedlo hoy con justicia. —Pero, ¿por qué? —exclamó el señor Magdale-na—. ¿Qué embrollo es éste? ¿Cuál es ese delito que habéis cometido contra mí? ¿Qué me habéis hecho? Os acusáis y queréis ser reemplazado... —Destituido —dijo Javert. —Destituido, sea; pero igual no os entiendo. —Vais a comprenderlo. Javert suspiró profundamente, y prosiguió con la misma frialdad y tristeza: —Señor alcalde, hace seis semanas, a conse-cuencias de la discusión por aquella joven, me encolericé y os denuncié a la prefectura de París. Magdalena, que no era más dado que Javert a la risa, se echó a reír. —¿Como alcalde que ha usurpado las atribucio-nes de la policía? —dijo. —Como antiguo presidiario —respondió Javert. El alcalde se puso lívido. Javert, que no había levantado los ojos, conti-nuó: —Así lo creí. Hacía algún tiempo que tenía esa idea. Una semejanza, indagaciones que habéis prac-ticado en Faverolles, vuestra fuerza, la aventura del viejo Fauchelevent, vuestra destreza en el tiro, vuestra pierna que cojea un poco... ¡qué sé yo! ¡Tonterías! Pero lo cierto es que os tomé por un tal Jean Valjean. 89
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