No había duda que aquella conciencia recta, franca, sincera, proba, austera y feroz acababa de experimentar una gran conmoción interior. Su fi-sonomía no había estado nunca tan inescrutable, tan extraña. Al entrar se había inclinado delante del alcalde, dirigiéndole una mirada en que no había ni rencor, ni cólera, ni desconfianza. Perma-neció de pie detrás de su sillón, con la rudeza fría y sencilla de un hombre que no conoce la dulzura y que está acostumbrado a la paciencia. Esperó sin decir una palabra, sin hacer un movimiento, con verdadera humildad y resignación, a que al señor alcalde se le diera la gana volverse hacia él. Esperaba calmado, serio, con el sombrero en la mano, los ojos bajos. Todos los resentimientos, todos los recuerdos que pudiera tener, se habían borrado de ese semblante impenetrable, donde sólo se leía una lóbrega tristeza. Toda su persona reflejaba una especie de abatimiento asumido con inmenso valor. Por fin el alcalde dejó sus papeles y se volvió hacia él. —Y bien, ¿qué hay, Javert? Javert siguió silencioso por un momento, como si se recogiera en sí mismo, y luego dijo con triste solemnidad: —Hay, señor alcalde, que se ha cometido un delito. —¿Qué delito? —Un policía inferior ha faltado gravemente el respeto a un magistrado. Y vengo, cumpliendo con mi deber, a poner este hecho en vuestro conocimiento. —¿Quién es ese policía? —preguntó el señor Magdalena. —Yo —dijo Javert. —¿Y quién es el magistrado agraviado? —Vos, señor alcalde. Magdalena se levantó de su sillón. Javert con-tinuó, siempre con los ojos bajos: 88

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