que pasó: algún inocentón se ha enamoriscado de la madre. Contestó enviando una cuenta de quinientos y tantos francos, muy bien hecha, en la que figura-ban gastos de más de trescientos francos en dos documentos innegables: uno del médico y otro del boticario que habían atendido en dos largas enfermedades a Eponina y a Azelma. Los arregló con una simple sustitución de nombres. El señor Magdalena le mandó otros trescientos francos y escribió: \" Enviad en seguida a Cosette\". —¡Vamos bien! —dijo Thenardier—. No hay que soltar a la chiquilla. En tanto Fantina no se restablecía y continua-ba en la enfermería. Las Hermanas la habían recibido y cuidado con repugnancia. Quien haya visto los bajorrelie-ves de la Catedral de Reims, recordará la mueca despectiva en los labios de las vírgenes prudentes mirando a las necias. Este antiguo desprecio es uno de los más pro-fundos instintos de la dignidad femenina, y las religiosas no pudieron controlarlo. Pero en pocos días Fantina las desarmó con las palabras dulces y humildes que repetía en su delirio: —He sido una pecadora, pero cuando tenga a mi hija a mi lado sabré que Dios me ha perdonado. Sentiré su bendición cuando Cosette esté con-migo, porque ella es un ángel. Magdalena la visitaba dos veces al día, y cada vez le preguntaba: ¿Veré luego a mi Cosette? La respuesta era: —Quizá mañana. Llegará de un momento a otro. —¡Oh, qué feliz voy a ser! Pero su estado se agravaba día a día. Una mañana el médico la examinó y movió tristemente la cabeza. —¿No tiene ella una hija a quien desea ver? —preguntó llevando aparte al 86
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