de policía municipal de la que soy juez. Ordeno, pues, que esta mujer quede en libertad. Javert hizo el último esfuerzo: —Pero, señor alcalde... —Ni una palabra, salid de aquí —dijo Magdale-na. Javert saludó profundamente al alcalde y salió. La joven sentía una extraña emoción. Escucha-ba aturdida, miraba atónita y a cada palabra que decía Magdalena, sentía deshacerse en su interior las horribles tinieblas del odio, y nacer en su corazón algo consolador, inefable, algo que era alegría, confianza, amor. Cuando salió Javert, Magdalena se volvió ha-cia ella, y le dijo con voz lenta, como un hombre que no quiere llorar: —Os he oído. No sabía nada de lo que habéis dicho. Creo y comprendo que todo es verdad. Ignoraba también que hubieseis abandonado mis talleres. ¿Por qué no os habéis dirigido a mí? Pero yo pagaré ahora vuestras deudas, y haré que ven-ga vuestra hija, o que vayáis a buscarla. Viviréis aquí o en París, donde queráis. Yo me encargo de vuestra hija y de vos. No trabajaréis más si no queréis; os daré todo el dinero que os haga falta. Volveréis a ser honrada volviendo a ser feliz. Ade-más, yo creo que no habéis dejado de ser virtuosa y santa delante de Dios, ¡pobre mujer! A Fantina se le doblaron las piernas, y cayó de rodillas delante de Magdalena, y antes que él pudiese impedirlo, sintió que le cogía la mano, y posaba en ella los labios. Después se desmayó. 84

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