Yo —dijo Magdalena. Fantina, al oír la voz de Javert tembló y soltó el picaporte, como suelta un ladrón sor-prendido el objeto robado. A la voz de Magda-lena se volvió, y sin pronunciar una palabra, sin respirar siquiera, su mirada pasó de Magdalena a Javert, de Javert a Magdalena, según hablaba uno a otro. —Señor alcalde, eso no es posible —dijo Javert con la vista baja pero la voz firme. —¡Cómo! —dijo Magdalena. —Esta maldita ha insultado a un ciudadano. —Inspector Javert —contestó el señor Magdale-na, con voz conciliadora y tranquila—, escuchad. Sois un hombre razonable y os explicaré lo que hago. Pasaba yo por la plaza cuando traíais a esta mujer; había algunos grupos; me he informado y lo sé todo: el ciudadano es el que ha faltado y el que debía haber sido arrestado. Javert respondió; —Esta miserable acaba de insultaros. —Eso es problema mío —dijo Magdalena—. Mi injuria es mía, y puedo hacer de ella lo que quiera. —Perdonad, señor alcalde, pero la injuria no se ha hecho a vos sino a la justicia. —Inspector Javert —contestó el señor Magdale-na—, la primera justicia es la conciencia. He oído a esta mujer y sé lo que hago. Y yo, señor alcalde, no comprendo lo que estoy viendo. —Entonces, limitaos a obedecer. —Obedezco a mi deber; y mi deber me manda que esta mujer sea condenada a seis meses de cárcel. Magdalena respondió con dulzura: —Pues escuchad. No estará en la cárcel ni un solo día. Este es un hecho 83

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