las manos, hizo el relato de cuanto había pasado. En ciertos instantes se detenía, sollozando, tosiendo y balbuceando con la voz de la agonía. Un gran dolor es un rayo divino y terrible que transfigura a los miserables. En aquel momento Fantina había vuelto a ser hermosa. En ciertos instantes se detenía y besaba tiernamente el levitón del policía. Hubiera enter-necido un corazón de granito; pero no enterneció un corazón de palo. —¡Tened piedad de mí, señor Javert! —terminó desesperada. —Está bien —dijo Javert—, ya lo he oído. ¿Es todo? Ahora andando. ¡Tienes para seis meses! Cuando Fantina comprendió que la sentencia se había dictado, se desplomó murmurando: —¡Piedad! Javert volvió la espalda. Algunos minutos antes había penetrado en la sala un hombre sin que se reparase en él. Cerró la puerta y se aproximó al oír las súplicas desespera-das de Fantina. En el instante en que los soldados echaban mano a la desgraciada que no quería levantarse, dijo: —Un instante, por favor. Javert levantó la vista, y reconoció al señor Magdalena. Se quitó el sombrero, y saludando con cierta especie de torpeza y enfado, dijo: —Perdonad, señor alcalde... Estas palabras, señor alcalde, hicieron en Fan-tina un efecto extraño. Se levantó rápidamente como un espectro que sale de la tierra, rechazó a los soldados que la tenían por los brazos, se dirigió al señor Magdalena antes que pudieran dete-nerla, y mirándole fijamente exclamó: —¡Ah!, ¡eres tú el señor alcalde! Después se echó a reír y lo escupió. El señor Magdalena se limpió la cara y dijo: 81

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