mujer por el vestido de raso verde, cubierto de lodo, y le dijo: —¡Sígueme! La mujer levantó la cabeza, y su voz furiosa se apagó súbitamente. Sus ojos se pusieron vidriosos y se estremeció de terror. Había reconocido a Javert. El joven aprovechó la ocasión para escapar. Javert alejó a los concurrentes, deshizo el círcu-lo y echó a andar a grandes pasos hacia la oficina de policía, que estaba al extremo de la plaza, arrastrando tras sí a la miserable. Ella se dejó llevar maquinalmente. Al llegar a la oficina policial, Fantina fue a sentarse en un rincón inmóvil y muda, acurrucada como perro que tiene miedo. Javert se sentó, sacó del bolsillo una hoja de papel sellado y se puso a escribir. Esta clase de mujeres están enteramente aban-donadas por nuestras leyes a la discreción de la policía, la cual hace de ellas lo que quiere; las castiga como bien le parece, y confisca a su arbi-trio esas dos tristes cosas que se llaman su trabajo y su libertad. Javert estaba impasible: una prostituta había atentado contra un ciudadano. Lo había visto él, Javert. Escribía, pues, en silencio. Cuando termi-nó, firmó, dobló el papel y se lo entregó al sar-gento de guardia. Tomad tres hombres y conducid a esta joven a la cárcel —le ordenó. Luego, volviéndose hacia Fantina, añadió: —Tienes para seis meses. La desgraciada se estremeció. —¡Seis meses, seis meses de presidio! —excla-mó—. ¡Seis meses de ganar siete sueldos por día! ¿Qué va a ser de Cosette, mi hija? Debo más de cien francos a los Thenardier, señor inspector, ¿no lo sabéis? Fantina se arrastró por las baldosas mojadas, y sin levantarse y juntando 80
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