músico mendigo que la abandonó muy pronto. Mientras más descen-día, más se oscurecía todo a su alrededor y más brillaba su hijita, su pequeño ángel, en su cora-zón. —Cuando sea rica, tendré a mi Cosette a mi lado —decía y se reía. Cierto día recibió una nueva carta de los The-nardier: \"Cosette está muy enferma. Tiene fiebre miliar. Necesita medicamentos caros, lo cual nos arruina, y ya no podemos pagar más. Si no nos enviáis cuarenta francos antes de ocho días, la niña habrá muerto\". —¡Cuarenta francos!, es decir, ¡dos napoleones de oro! ¿De dónde quieren que yo los saque? ¡Qué tontos son esos aldeanos! Y se echó a reír, histérica. Más tarde bajó y salió corriendo y siempre riendo. —¡Cuarenta francos! —exclamaba y reía. Al pasar por la plaza vio mucha gente que rodeaba un extraño coche sobre el cual peroraba un hombre vestido de rojo. Era un charlatán, den-tista de oficio, que ofrecía al público dentaduras completas, polvos y elixires. Vio a aquella hermo-sa joven y le dijo: —¡Hermosos dientes tenéis, joven risueña! Si queréis venderme los incisivos, os daré por cada uno un napoleón de oro. —¿Y cuáles son los incisivos? —preguntó Fan-tina. —Incisivos —repuso el profesor dentista— son los dientes de delante, los dos de arriba. —¡Qué horror! —exclamó Fantina. —¡Dos napoleones de oro! —masculló una vieja desdentada que estaba allí—. ¡Vaya una mujer feliz! Fantina echó a correr, y volvió a su pieza. Releyó la carta de los Thenardier. A la mañana siguiente, cuando Margarita entró en el cuarto de Fantina antes de amanecer, por-que trabajaban siempre juntas y de este modo no 77

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