y cuando las necesidades del servicio lo exigían imperiosamente, y no podía menos de encontrarse con el señor alcalde, le hablaba con un respeto profundo. VII. Triunfo de la moral Tal era la situación cuando volvió Fantina. Nadie se acordaba de ella, pero afortunadamente la puerta de la fábrica del señor Magdalena era como un rostro amigo. Se presentó y fue admitida. Cuando vio que vivía con su trabajo, tuvo un momento de alegría. Ganarse la vida con honradez, ¡qué favor del cielo! Recobró verdaderamente el gusto del trabajo. Se compró un espejo, se regocijó de ver en él su juven-tud, sus hermosos cabellos, sus hermosos dientes; olvidó muchas cosas; no pensó sino en Cosette y en el porvenir, y fue casi feliz. Alquiló un cuartito y lo amuebló de fiado sobre su trabajo futuro. No pudiendo decir que estaba casada, se guar-dó mucho de hablar de su pequeña hija. En un principio pagaba puntualmente a los Thenardier; les escribía con frecuencia, y esto se notó. Se empezó a decir en voz baja en el taller de mujeres que Fantina \"escribía cartas\". Ciertas personas son malas únicamente por necesidad de hablar. Su palabra necesita mucho combustible y el combustible es el prójimo. Observaron, pues, a Fantina. Constataron que en el taller muchas veces la veían enjugar una lágrima. Se descubrió que escri-bía por lo menos dos veces al mes. Lograron leer un sobre dirigido al señor Thenardier, en Montfer-meil. Sobornaron a quien le escribía las cartas y así supieron que Fantina tenía una hija. Una de las mujeres hizo el viaje a Montfer-meil, habló con los Thenardier, y dijo a su vuelta: —Mis treinta y cinco francos me ha costado, pero lo sé todo. He visto a la criatura. Esta mujer era la señora Victurnien, guardiana de la virtud de todo el mundo. De joven se casó con un monje escapado del claustro, que se pasó de los Bernardinos a los Jacobinos. Tenía ahora cincuenta años; era fea, de voz temblorosa, seca, ruda, brusca, casi venenosa. 74

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