Magdalena no respondió. Los concurrentes jadeaban. Las ruedas habían seguido hundiéndose. y era ya casi imposible que Magdalena saliera de debajo del carro. De pronto se estremeció la enorme masa, el carro se levantaba lentamente, las ruedas salían casi del carril. Se oyó una voz ahogada que excla-maba: —¡Pronto, ayudadme! Era Magdalena que acababa de hacer el último esfuerzo. Todos se precipitaron. La abnegación de uno solo dio fuerza y valor a todos; veinte brazos levantaron el carro; el viejo Fauchelevent se había salvado. Magdalena se puso de pie. Estaba lívido, aun-que el sudor le caía a chorros. Su ropa estaba desgarrada y cubierta de lodo. Todos lloraban; el viejo le besaba las rodillas y lo llamaba el buen Dios. Magdalena tenía en su rostro no sé qué expresión de padecimiento feliz y celestial, y fija-ba su mirada tranquila en los ojos de Javert. Fauchelevent se había dislocado la rótula en la caída. El señor Magdalena lo hizo llevar a la en-fermería que tenía para sus trabajadores en el edificio de su fábrica y que estaba atendida por dos Hermanas de la Caridad. A la mañana siguien-te, muy temprano, el anciano halló un billete de mil francos sobre la mesa de noche, con esta línea escrita por mano del señor Magdalena: \"Os com-pro vuestro carro y vuestro caballo\". El carro esta-ba destrozado y el caballo muerto. Fauchelevent sanó; pero la pierna le quedó anquilosada. El señor Magdalena, por recomenda-ción de las Hermanas, hizo colocar al pobre hom-bre de jardinero en un convento de monjas del barrio Saint—Antoine, en París. Algún tiempo después, el señor Magdalena fue nombrado alcalde. La primera vez que Javert vio al señor Magdalena revestido de la banda que le daba toda autoridad sobre la población, experi-mentó la especie de estremecimiento que sentiría un mastín que olfateara a un lobo bajo los vesti-dos de su amo. Desde aquel momento huyó de él todo cuanto pudo, 73

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