proeza de levantar un carro como ése con la espalda. Y mirando fijamente al señor Magdalena, con-tinuó recalcando cada una de las palabras que pronunciaba: —Señor Magdalena, no he conocido más que a un hombre capaz de hacer lo que pedís. Magdalena se sobresaltó. Javert añadió con tono de indiferencia, pero sin apartar los ojos de los de Magdalena: —Era un forzado. —¡Ah! —dijo Magdalena. —Del presidio de Tolón. Magdalena se puso pálido. Mientras tanto el carro se iba hundiendo lenta-mente. Fauchelevent gritaba y aullaba: —¡Que me ahogo! ¡Se me rompen las costillas! ¡Una grúa! ¡Cualquier cosa! ¡Ay! Magdalena levantó la cabeza, encontró los ojos de halcón de Javert siempre fijos sobre él, vio a los aldeanos y se sonrió tristemente. En seguida sin decir una palabra se puso de rodillas, y en un segundo estaba debajo del carro. Hubo un momento espantoso de expectación y de silencio. Se vio a Magdalena pegado a tierra bajo aquel peso tremendo probar dos veces en vano a juntar los codos con las rodillas. —Señor Magdalena, salid de ahí —le gritaban. El mismo viejo Fauchelevent le dijo: —¡Señor Magdalena, marchaos! ¡No hay más remedio que morir, ya lo veis, dejadme! ¡Vais a ser aplastado también! 72
RkJQdWJsaXNoZXIy Nzg5NTA=