El señor Magdalena se volvió hacia los concu-rrentes: —¿No hay una grúa? —dijo. —Ya fueron a buscarla —respondió un aldeano. —¿Cuánto tiempo tardarán en traerla? —Un buen cuarto de hora. —¡Un cuarto de hora! —exclamó Magdalena. Había llovido la víspera, el suelo estaba húme-do, y el carro se hundía en la tierra a cada instan-te, y comprimía más y más el pecho del viejo carretero. Era evidente que antes de cinco minu-tos tendría las costillas rotas. —Es imposible aguardar un cuarto de hora —dijo Magdalena a los aldeanos que miraban—. Todavía hay espacio debajo del carro para que se meta allí un hombre y la levante con su espalda. Es sólo medio minuto y alcanza a salir ese pobre. ¿Hay alguien que tenga hombros fumes y corazón? Ofrez-co cinco luises de oro. Nadie chistó en el grupo. —¡Diez luises! —.dijo Magdalena. Los asistentes bajaron los ojos. Uno de ellos murmuró: —Muy fuerte habría de ser. Se corre el peligro de quedar aplastado... —¡Vamos! —añadió Magdalena—, ¡veinte luises! El mismo silencio. —No es buena voluntad lo que les falta —dijo una voz. El señor Magdalena se volvió y reconoció a Javert. No lo había visto al llegar. Javert continuó: —Es la fuerza. Sería preciso ser un hombre muy fuerte para hacer la 71

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