Lo que los periódicos omitieron fue que al morir el obispo de D. estaba ciego desde hacía muchos años, y contento de su ceguera porque su hermana estaba a su lado. Ser ciego y ser amado, es, en este mundo en que nada hay completo, una de las formas más extrañamente perfectas de la felicidad. Tener con-tinuamente a nuestro lado a una mujer, a una hija, una hermana, que está allí precisamente porque necesitamos de ella; sentir su ir y venir, salir, en-trar, hablar, cantar; y pensar que uno es el centro de esos pasos, de esa palabra, de ese canto; llegar a ser en la oscuridad y por la oscuridad, el astro a cuyo alrededor gravita aquel ángel, realmente po-cas felicidades igualan a ésta. La dicha suprema de la vida es la convicción de que somos amados, amados por nosotros mismos; mejor dicho ama-dos a pesar de nosotros; esta convicción la tiene el ciego. ¿Le falta algo? No, teniendo amor no se pierde la luz. No hay ceguera donde hay amor. Se siente uno acariciado con el alma. Nada ve, pero se sabe adorado. Está en un paraíso de tinieblas. Desde aquel paraíso había pasado monseñor Bienvenido al otro. El anuncio de su muerte fue reproducido por el periódico local de M. y el señor Magdalena se vistió a la mañana siguiente todo de negro y con crespón en el sombrero. Esto llamó mucho la atención de las gentes. Creían ver una luz en el misterioso origen del señor Magdalena. Una tarde, una de las damas más distinguidas del pueblo le preguntó: —¿Sois sin duda un pariente del señor obispo de D.? —No, señora. —Pero, estáis de luto. —Es que en mi juventud fui lacayo de su fami-lia —respondió él. También se comentaba que cada vez que pa-saba por la aldea algún niño saboyano de esos que recorren los pueblos buscando chimeneas que limpiar, el señor alcalde le preguntaba su nombre y le daba dinero. Los saboyanitos se pasaban el dato unos a otros, y nunca dejaban de venir. 67
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