Tenía los cabellos grises, la mirada seria, la piel bronceada de un obrero y el rostro pensativo de un filósofo. Usaba una larga levita abotonada hasta el cuello y un sombrero de ala ancha. Vivía solo. Hablaba con poca gente. A medida que su fortuna crecía, parecía que aprovechaba su tiem-po libre para cultivar su espíritu. Se notaba que su modo de hablar se había ido haciendo más fino, más escogido, más suave. Tenía una fuerza prodigiosa. Ofrecía su ayuda a quien lo necesitaba; levantaba un caballo, des-atrancaba una rueda, detenía por los cuernos un toro escapado. Llevaba siempre los bolsillos llenos de monedas menudas al salir de casa, y los traía vacíos al volver. Cuando veía un funeral en la iglesia entraba y se ponía entre los amigos afligi-dos, entre las familias enlutadas. Entraba por la tarde en las casas sin morado-res, y subía furtivamente las escaleras. Un pobre diablo al volver a su chiribitil, veía que su puerta había sido abierta, algunas veces forzada en su ausencia. El pobre hombre se alarmaba y pensa-ba: \"Algún malhechor habrá entrado aquí\". Pero lo primero que veía era alguna moneda de oro olvidada sobre un mueble. El malhechor que ha-bía entrado era el señor Magdalena. Era un hombre afable y triste. Su dormitorio era una habitación adornada sen-cillamente con muebles de caoba bastante feos, y tapizada con papel barato. Lo único que chocaba allí eran dos candelabros de forma antigua que esta-ban sobre la chimenea, y que parecían ser de plata. Se murmuraba ahora en el pueblo que poseía sumas inmensas depositadas en la Casa Laffitte, con la particularidad de que estaban siempre a su disposición inmediata, de manera que, añadían, el señor Magdalena podía ir una mañana cualquiera, firmar un recibo, y llevarse sus dos o tres millones de francos en diez minutos. En realidad, estos dos o tres millones se reducían a seiscientos treinta o cuarenta mil francos. IV. El señor Magdalena de luto Al principiar el año 1821 anunciaron los periódi-cos la muerte del señor Myriel, obispo de D., llamado monseñor Bienvenido, que había falleci-do en olor de santidad a la edad de ochenta y dos años. 66

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