El hospital era una casa estrecha y baja, de dos pisos, con un pequeño jardín atrás. Tres días después de su llegada, el obispo visi-tó el hospital. Terminada la visita, le pidió al direc-tor que tuviera a bien acompañarlo a su palacio. —Señor director —le dijo una vez llegados allí—: ¿cuántos enfermos tenéis en este momento? Veintiséis, monseñor. —Son los que había contado —dijo el obispo. —Las camas —replicó el director— están muy próximas las unas a las otras. —Lo había notado. —Las salas, más que salas, son celdas, y el aire en ellas se renueva difícilmente. —Me había parecido lo mismo. —Y luego, cuando un rayo de sol penetra en el edificio, el jardín es muy pequeño para los conva-lecientes. También me lo había figurado. —En tiempo de epidemia, este año hemos teni-do el tifus, se juntan tantos enfermos; más de ciento, que no sabemos qué hacer. —Ya se me había ocurrido esa idea. —¡Qué queréis, monseñor! —dijo el director—: es menester resignarse. Esta conversación se mantenía en el comedor del piso bajo. El obispo calló un momento; luego, volvién-dose súbitamente hacia el director del hospital, preguntó: ¿Cuántas camas creéis que podrán caber en esta sala? —¿En el comedor de Su Ilustrísima?? exclamó el director estupefacto. 6
RkJQdWJsaXNoZXIy Nzg5NTA=