manos ásperas y salpicadas de manchas rojizas, el índice endurecido y agrietado por la aguja. Era Fantina. Diez meses habían transcurrido desde la famo-sa sorpresa. ¿Qué había sucedido durante estos diez meses? Fácil es adivinarlo. Después del abandono, la miseria. Fantina ha-bía perdido de vista a Favorita, Zefina y Dalia; el lazo una vez cortado por el lado de los hombres, se había deshecho por el lado de las mujeres. Abandonada por el padre de su hija, se encontró absolutamente aislada; había descuidado su traba-jo, y todas las puertas se le cerraron. No tenía a quién recurrir. Apenas sabía leer, pero no sabía escribir; en su niñez sólo había aprendido a firmar con su nombre. ¿A quién diri-girse? Había cometido una falta, pero el fondo de su naturaleza era todo pudor y virtud. Compren-dió que se hallaba al borde de caer en el abati-miento y resbalar hasta el abismo. Necesitaba va-lor; lo tuvo, y se irguió de nuevo. Decidió volver a M., su pueblo natal. Acaso allí la conocería alguien y le daría trabajo. Pero debía ocultar su falta. Entonces entrevió confusamente la necesi-dad de una separación más dolorosa aún que la primera. Se le rompió el corazón, pero se resolvió. Vendió todo lo que tenía, pagó sus pequeñas deudas, y le quedaron unos ochenta francos. A los veintidós años, y en una hermosa mañana de primavera, dejó París llevando a su hija en brazos. Aquella mujer no tenía en el mundo más que a esa niña, y esa niña no tenía en el mundo más que a aquella mujer. Al pasar por delante de la taberna de Thenar-dier, las dos niñas que jugaban en la calle produ-jeron en ella una especie de deslumbramiento, y se detuvo fascinada ante aquella visión radiante de alegría. Las criaturas más feroces se sienten desarma-das cuando se acaricia a sus cachorros. La mujer levantó la cabeza al oír las palabras de Fantina y le dio las gracias, a hizo sentar a la desconocida en el escalón de la puerta, a su lado. —Soy la señora Thenardier —dijo—. Somos los dueños de esta hostería. Era la señora Thenardier una mujer colorada y robusta; aún era joven, pues apenas contaba treinta años. Si aquella mujer en vez de estar sentada hubiese estado de pie, acaso su alta esta-tura y su aspecto de coloso de circo ambulante habrían asustado a cualquiera. El destino se 56

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