Fuimos muy dichosos. Hijos míos, no lloréis, que no me voy muy lejos; desde allá os veré. Con sólo que miréis en la noche, mi sonrisa se os aparecerá. Cosette, ¿te acuerdas de Montfer-meil? Estabas en el bosque y tenías miedo. ¿Te acuerdas cuando yo cogí el asa del cubo lleno de agua? Fue la primera vez que toqué tu pobre manita. ¡Y qué fría estaba! Entonces vuestras ma-nos, señorita, tiraban a rojas, hoy brillan por su blancura. ¿Y la muñeca, lo acuerdas? La llamaste Catalina. ¡Qué de veces me hiciste reír, ángel mío! ¡Eras tan traviesa! No hacías más que jugar. Te colgabas las guindas de las orejas. En fin, son cosas pasadas. Los bosques que uno ha atravesa-do con su amada niña, los árboles que les han resguardado del sol, los conventos que les han resguardado de los hombres, las inocentes risas de la infancia; todo no es más que sombra. Se me figuró que esas cosas me pertenecían, y ahí estu-vo el mal. Los Thenardier fueron muy perversos; pero hay que perdonarlos. Cosette, ha llegado el momento de decirte el nombre de lo madre. Se llamaba Fantina. Recuerda este nombre, Fantina. Arrodíllate cada vez que lo pronuncies. Ella padeció mucho, y lo quería con locura. Su desgracia fue tan grande, como grande es lo felicidad. Dios lo dispuso así. Dios nos ve desde el cielo a todos, y en medio de sus brillantes estrellas sabe bien lo que hace. Me voy ahora, mis queridos hijos. Amaos mucho, siem-pre. En el mundo casi no hay nada más importan-te que amar. Pensad alguna vez en el pobre viejo que ha muerto aquí. Cosette mía, no tengo la culpa de no haberte visto en tanto tiempo; el corazón se me desgarraba, estaba medio loco. Hi-jos míos, no veo claro. Aún tenía que deciros muchas cosas; pero no importa. Vosotros sois se-res benditos. No sé lo que siento, pero me parece que veo una luz. Acercaos más. Muero dichoso. Venid, acercad vuestras cabezas tan amadas para poner encima mis manos. Cosette y Marius cayeron de rodillas, inundan-do de lágrimas las manos de Jean Valjean; manos augustas, pero que ya no se movían. Estaba echado hacia atrás, de modo que la luz de los candelabros iluminaba su pálido rostro diri-gido hacia el cielo. Cosette y Marius cubrían sus manos de besos. Estaba muerto. Era una noche profundamente obscura; no ha-bía una estrella en el cielo. Sin duda, en la som-bra un ángel inmenso, de pie y con las alas des-plegadas, esperaba su alma. VI. La hierba oculta y la lluvia borra 536

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