Cuando va a morir una persona que nos es querida, las miradas se fijan en ella como para retenerla. Los dos jóvenes, mudos de angustia, no sabiendo qué decir a la muerte, desesperados y trémulos, estaban de pie delante del anciano. Jean Valjean decaía rápidamente. Su respira-ción era ya intermitente a interrumpida por un estertor. Le costaba trabajo cambiar de posición el antebrazo y los pies habían perdido todo movi-miento. Al mismo tiempo que la miseria de los miembros y la postración del cuerpo crecían, toda la majestad del alma brillaba, desplegándose so-bre su frente. La luz del mundo desconocido era ya visible en sus pupilas. Su rostro empalidecía, pero continuaba son-riendo. Hizo señas a Cosette de que se aproximara, y luego a Marius. Era sin duda el último minuto de su última hora, y se puso a hablarles con voz tan queda que parecía venir de lejos, como si en ese momento hubiera ya una pared divisoria entre ellos y él. —Acércate; acercaos los dos. Os quiero mucho. ¡Ah! ¡Qué bueno es morir así! Tú también me quieres, Cosette. Yo sabía que lo quedaba siempre algún cariño para lo viejo. ¡Cuánto lo agradezco, niña mía, esta almohada! Me llorarás ¿no es ver-dad? Pero que no sea demasiado. Quiero que seáis felices, amados hijos. Los seiscientos mil fran-cos, señor de Pontmercy, es dinero ganado honra-damente. Podéis ser ricos sin repugnancia alguna. Será preciso que compréis un carruaje, que vayáis de vez en cuando a los teatros. Cosette, para ti bonitos vestidos de baile, para vuestros amigos buenas comidas. Sed dichosos. Estaba hace poco escribiendo una carta a Cosette, ya la encontrará. Te lego, hija mía, los dos candelabros que están sobre la chimenea. Son de plata; mas para mí son de oro, de diamantes, y convierten las velas en cirios. No sé si el que me los dio está satisfecho de mí en el Cielo. He hecho lo que he podido. Hijos míos, no olvidéis que soy un pobre, y os encargo que me hagáis enterrar en el primer rin-cón de tierra que haya a mano, con sólo una piedra por lápida. Es mi voluntad. Sobre la piedra no grabéis ningún nombre. Si Cosette quiere ir allí alguna vez se lo agradeceré. Vos también, señor Pontmercy. Debo confesaros que no siempre os he tenido afecto; os pido perdón. Os estoy muy agradecido, pues veo que haréis feliz a Cosette. ¡Si supieseis, señor Pontmercy, cuánto ha sido mi cariño hacia ella! Sus hermosas mejillas sonrosa-das eran mi alegría; en cuanto la vela un poco pálida, ya estaba triste. Hay en la cómoda un billete de quinientos francos. Es para los pobres. Cosette, ¿ves tu trajecito allí sobre la cama? ¿Te acuerdas? No hace más de diez años de eso. ¡Cómo pasa el tiempo! 535

RkJQdWJsaXNoZXIy Nzg5NTA=