Después sintió que su cabeza oscilaba, como si lo acometiera el vértigo en la tumba, y quedó con la vista fija. Cosette sostenía sus hombros y sollozaba, pro-curando hablarle. —¡Padre! No nos abandonéis. ¿Es posible que no os hayamos encontrado sino para perderos? Hay algo de titubeo en el acto de morir. Va, viene, se adelanta hacia el sepulcro y se retrocede hacia la vida. Jean Valjean después del síncope, se serenó, y recobró casi una completa lucidez. Tomó la mano de Cosette y la besó. —¡Vuelve en sí, doctor, vuelve en sí! —gritó Marius. —Sois muy buenos —dijo Jean Valjean—. Voy a explicaros lo que me ha causado viva pens. Señor de Pontmercy, me la ha causado que no hayáis querido tocar ese dinero. Ese dinero es de vuestra mujer. Esta es una de las razones, hijos míos, por la que me he alegrado tanto de veros. El azabache negro viene de Inglaterra y el azabache blanco de Noruega. En el papel que veis ahí consta todo esto. Para los brazaletes inventé sustituir los col-gantes simplemente enlazados a los colgantes sól-dados. Es más bonito, mejor y menos caro. Ya comprenderéis cuánto dinero puede ganarse. Por tanto, la fortuna de Cosette es suya, legítimamente suya. Os refiero estos pormenores para que os tranquilicéis. Había entrado la portera y miraba desde el umbral. Dijo al moribundo: —¿Queréis un sacerdote? —Tengo uno —respondió Jean Valjean. Es probable, en realidad, que el obispo lo estuviera asistiendo en su agonía. Cosette, con mucha suavidad, le puso una al-mohada bajo los riñones. Jean Valjean continuó: —Señor de Pontmercy, no temáis nada, os lo suplico. Los seiscientos mil francos son de Cosette. Si no disfrutaseis de ellos, resultaría perdido todo el trabajo de mi vida. Habíamos conseguido fabri-car con singular perfección los abalorios, y rivali-zábamos con los de Berlín. 534

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