—Señor de Pontmercy, aunque me recobraseis ¿me impediría eso que sea lo que soy? No; Dios ya ha decidido, y él no cambia sus planes. Es mejor que parta. La muerte lo arregla todo. Dios sabe mejor que nosotros lo que nos conviene. Que seáis dichosos, que haya en torno vuestro, hijos míos, lilas y ruiseñores, que vuestra vida.sea un hermoso prado iluminado por el sol, que todo el encanto del cielo inunde vuestra alma, y que ahora yo, que para nada sirvo, me muera. Seamos razonables; no hay remedio ya; sé que no hay remedio. ¡Qué bueno es lo marido, Cosette! Con él estás mejor que conmigo. Se oyó un ruido en la puerta. Era el médico que entraba. —Buenos días y adiós, doctor —dijo Jean Val-jean—. Estos son mis pobres hijos. Marius se acercó al médico y lo miró anhelante. El médico le respondió con una expresiva mi-rada. Jean Valjean se volvió hacia Cosette y se puso a contemplarla como si quisiera atesorar recuer-dos para una eternidad. En la profunda sombra donde ya había des-cendido, aún le era posible el éxtasis mirando a Cosette. La luz de aquel dulce rostro iluminaba su pálida faz. El médico le tomó el pulso. —¡Ah! ¡Os necesitaba tanto! —dijo el anciano dirigiéndose a Cosette y a Marius. E inclinándose al oído del joven, añadió muy bajo: —Pero ya es demasiado tarde. Sin apartar casi los ojos de Cosette, miró al médico y a Marius con serenidad. Se oyó salir de su boca esta Erase apenas arti-culada: —Nada importa morir, pero no vivir es horri-ble. De repente se levantó. Caminó con paso firme hacia la pared, recha-zó a Marius y al médico que querían ayudarle, descolgó el crucifijo que había sobre su cama, volvió a sentarse como una persona sans, y dijo alzando la voz y colocando el crucifijo sobre la mesa: —He ahí al Gran mártir. 533

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