La lágrima no cayó sino que entró de nuevo en la órbita y la reemplazó una sonrisa. Cosette tomó las manos del anciano entre las suyas. —¡Dios mío! —exclamó—. Vuestras manos me parecen más frías que antes, ¿os sentís mal? —¿Yo? No —respondió Jean Valjean—, me siento bien. Sólo que... Se detuvo. —¿Sólo qué? —Sólo que me estoy muriendo. Cosette y Marius se estremecieron. —¡Muriendo! —exclamó Marius. —Sí —dijo Jean Valjean. Respiró y sonriéndose repuso: —Cosette, ¿no estabas hablando? Continúa, ha-blame más. ¿Conque el gato se comió a lo petirro-jo? Habla, ¡déjame oír lo voz! Marius petrificado, miraba al anciano. Cosette lanzó un grito desgarrador. —¡Padre! ¡Padre mío! Viviréis, sí, viviréis. Yo quiero que viváis. ¿Oís? Jean Valjean alzó los ojos y los fijó en ella con adoración. —¡Oh, sí, prohíbeme que muera! ¿Quién sabe? Tal vez lo obedezca. Iba a morir cuando entras-teis, y la muerte detuvo su golpe. Me pareció que renacía. —Estáis lleno de fuerza y de vida —dijo Marius—. ¿Acaso imagináis que se muere tan fácilmente? Ha-béis tenido disgustos y no volveréis a tenerlos. ¡Os pido perdón de rodillas! Vais a vivir, y con nosotros y por largo tiempo. Os hemos recobrado. Jean Valjean continuaba sonriendo. 532
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