No me atrevía a ha-blarte de eso. Vamos a ver al señor Jean. —A tu padre, Cosette. A lo padre, pues lo es hoy más que nunca. Cosette, ahora comprendo. Tú no recibiste la carta que lo mandé con Gavroche. Cayó sin duda en sus manos, y fue a la barricada para salvarme. Como su misión es ser un ángel, de paso salvó a otras personas, salvó a Javert. Me sacó de aquel abismo para entregarme a ti. Me llevó sobre sus hombros a través de la cloaca. ¡Ah! ¡Soy el peor de los ingratos! Cosette, después de haber sido lo providencia, fue la mía. Figúrate que había allí un espantoso cenagal donde aho-garse cien veces, y lo atravesó conmigo a cuestas. Yo estaba desmayado; no veía, no oía. Vamos a traerlo a casa y a tenerlo con nosotros quiera o no; no volverá a separarse de nuestro lado. Si es que lo encontramos, si es que no ha partido. Pasaré lo que me resta de vida venerándolo. Gavroche seguramente le entregó a él la carta. Todo se explica. ¿Comprendes, Cosette? Cosette no comprendía una palabra. —Tienes razón —fue su respuesta. Entretanto, el coche seguía rodando. V. Noche que deja entrever el día Oyendo llamar a la puerta, Jean Valjean dijo con voz débil: —Entrad, está abierto. Aparecieron Cosette y Marius. Cosette se precipitó en el cuarto. Marius permaneció de pie en el umbral. —¡Cosette! —dijo Jean Valjean y se levantó con los brazos abiertos y trémulos, lívido, siniestro, mostrando una alegría inmensa en los ojos. Cosette, ahogada por la emoción, cayó sobre su pecho, exclamando: —¡Padre! Jean Valjean, fuera de sí, tartamudeaba: —¡Cosette! ¡Es ella! ¡Sois vos, señora! ¡Eres tú! ¡Ah, Dios mío! 528
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