¡Desapa-reced! Sed dichoso, es cuanto os deseo. ¡Ah, mons-truo! Tomad también esos tres mil francos. Maña-na, mañana mismo, os iréis a América con vuestra hija, porque vuestra mujer ha muerto, abominable embustero. ¡Id a que os ahorquen en otra parte! —Señor barón —respondió Thenardier inclinán-dose hasta el suelo—, gratitud eterna. Y Thenardier salió sin comprender una pala-bra, atónito y contento de verse abrumado bajo sacos de oro, y herido en la cabeza por aquella granizada de billetes de banco. Acabemos desde ahora con este personaje. Dos días después de los sucesos que estamos refirien-do, salió, merced a Marius, para América en com-pañía de su hija Azelma. Allá, con el dinero de Marius, Thenardier se hizo negrero. En cuanto se retiró Thenardier, Marius corrió al jardín donde Cosette estaba aún paseando. —¡Cosette! ¡Cosette! —exclamó—. ¡Ven! ¡Ven pron-to! Vamos. Vasco, un coche. Ven, Cosette. ¡Ah, Dios mío! ¡El es quién me salvó la vida! ¡No per-damos un minuto! Cosette creyó que se había vuelto loco. Marius no respiraba y ponía la mano sobre su corazón para comprimir los latidos. Iba y venía a grandes pasos, y abrazaba a Cosette, diciendo: —¡Ah! ¡Qué desgraciado soy! Enloquecido, Marius empezaba a entrever en Jean Valjean una majestuosa y sombría personali-dad. Una virtud inaudita aparecía ante él, suprema y dulce, humilde en su inmensidad. El presidiario se transfiguraba en Cristo. Marius estaba deslum-brado. El coche no tardó en llegar. Marius hizo subir a Cosette, y se lanzó en seguida dentro. —Cochero —dijo—, calle del Hombre Armado, número siete. El coche partió. —¡Ah, qué felicidad! —exclamó Cosette—. A la calle del Hombre Armado. 527
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