En eso estaba, pues, a las cuatro de la tarde el paseo que empezara a las cinco de la madrugada. El sol declinaba y el apetito se extinguía. En ese momento Favorita, cruzando los brazos y echando la cabeza atrás, miró resueltamente a Tholomyês y le dijo: —Bueno pues, ¿y la sorpresa? Justamente, ha llegado el momento —respon-dió Tholomyès—. Señores, la hora de sorprender a estas damas ha sonado. Señoras, esperadnos un momento. —La sorpresa empieza por un beso —dijo Bla-chevelle. —En la frente —añadió Tholomyès. Cada uno depositó con gran seriedad un beso en la frente de su amante. Después se dirigieron hacia la puerta los cuatro en fila, con el dedo puesto sobre la boca. Favorita aplaudió al verlos salir. —No tardéis mucho —murmuró Fantina—, os es-peramos. Una vez solas las jóvenes se asomaron a las ventanas, charlando como cotorras. Vieron a los jóvenes salir del brazo de la hos-tería de Bombarda; los cuatro se volvieron, les hicieron varias señas riéndose y desaparecieron en aquella polvorienta muchedumbre que invade semanalmente los Campos Elíseos. —¡No tardéis mucho! —gritó Fantina. —¿Qué nos traerán? —dijo Zefina. —De seguro que será una cosa bonita —dijo Dalia. Yo quiero que sea de oro —replicó Favorita. Pronto se distrajeron con el movimiento del agua por entre las ramas de los árboles, y con la salida de las diligencias. De minuto en minuto algún enorme carruaje pintado de amarillo y ne-gro cruzaba entre el gentío. 52

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