—Sí —respondió el doctor— aunque le haría mejor que otra persona, no yo, regresara. III. El que levantó la carreta de Fauchelevent no puede levantar una pluma Una tarde Jean Valjean, apoyándose con trabajo en el codo, se tomó la mano y no halló el pulso; su respiración era corta, y se interrumpía a cada momento; comprendió que estaba más débil que nunca. Entonces, sin duda bajo la presión de al-guna gran preocupación, hizo un esfuerzo, se in-corporó y se vistió. Se puso el traje de obrero, pues ahora que no salía lo prefería a los otros. Tuvo que pararse repetidas veces y le costó mucho ponerse la ropa. Abrió la maleta, sacó el ajuar de Cosette y lo extendió sobre la cama. Los candelabros del obispo estaban en su si-tio, en la chimenea. Sacó de un cajón dos velas de cera y las puso en ellos. Después, aunque no había oscurecido aún, las encendió. Cada paso lo extenuaba, y se veía obligado a sentarse. Era la vida que se agotaba en esos abru-madores esfuerzos. Una de las sillas donde se dejó caer estaba colocada enfrente del espejo; se miró y no se conoció. Parecía tener ochenta años; antes del casamiento de Cosette sólo representaba cincuen-ta; en un año había envejecido treinta. Lo que en su frente se veía no eran las arrugas de la edad; era la señal misteriosa de la muerte. Estaba en la última fase del abatimiento, fase en que ya el dolor no fluye, sino que se solidifi-ca; hay sobre el alma algo como un coágulo de desesperación. Llegó la noche. Arrastró con enorme trabajo una mesa y el viejo sillón junto a la chimenea, y puso en la mesa pluma, tintero y papel. Hecho esto, se desmayó. Cuando se recobró, clavó los ojos en el trajecito negro que le era tan querido. Sintió un temblor, y figurándose que iba a morir, se apoyó en la mesa que alumbraban los candelabros del obispo, y cogió la pluma. Le temblaba la mano. Escribió lentamente: \"Cosette, te bendigo. Voy a explicártelo todo. Tu marido tenía razón al darme a entender que debía marcharme; aunque se haya equivocado algo 515
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