preguntar si el señor Jean había vuelto de su viaje; y por orden de Jean Valjean se le contestó que no. Cosette no inquirió más; pues para ella en la tierra no había ahora más que una necesidad, Marius. Marius consiguió poco a poco separar a Co-sette de Jean Valjean. Digamos para concluir que lo que en ciertos casos se denomina, con dema-siada dureza, ingratitud de los hijos, no es siem-pre tan reprensible como se cree. Es la ingratitud de la Naturaleza. La Naturaleza divide a los vivien-tes en seres que vienen y seres que se van. De ahí cierto desvío, fatal en los viejos, involuntario en los jóvenes. Las ramas, sin desprenderse del tron-co, se alejan. No es culpa suya. La juventud va donde está la alegría, la luz, el amor; la vejez camina hacia el fin. No se pierden de vista, pero no existe ya el lazo estrecho. Los jóvenes sienten el enfriamiento de la vida; los ancianos el de la tumba. No acusemos, pues, a estos pobres jóvenes. II. Últimos destellos de la lámpara sin aceite Un día Jean Valjean bajó la escalera, dio tres pa-sos en la calle, se sentó en el banco donde Gavro-che, en la noche del 5 al 6 de junio, lo encontrara pensativo; estuvo allí tres minutos, y luego volvió a subir. Fue la última oscilación del péndulo. Al día siguiente no salió de la casa; al subsiguiente no salió de su lecho. La portera, que le preparaba su parco alimen-to, miró el plato, y exclamó: —¡Pero si no habéis comidó ayer! —Sí, comí —respondió Jean Valjean. —El plato está como lo dejé. —Mirad el jarro del agua. Está vacío. —Lo que prueba que habéis bebido, no que habéis comido. —No tenía ganas más que de agua. —Cuando se siente sed y no se come al mismo tiempo, es señal de que hay fiebre. 513

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