Nicolasa trajo la respuesta: no estaba enfermo, sino muy ocupado. Ya volvería, lo más pronto posible. Iba a emprender un viajecito, costumbre antigua suya, como la señora no ignoraba. Cuando Nicolasa dijo que su ama la enviaba a saber por qué el señor Jean no había ido la víspe-ra, Jean Valjean observó con dulzura: —Hace dos días que no voy. Pero Nicolasa no comprendió el sentido de la observación y nada dijo a Cosette. IV. La atracción y la extinción En los últimos meses de la primavera y los prime-ros del verano de 1833, se veía a un anciano vestido de negro que todos los días, a la misma hora, antes de oscurecer, salía de la calle del Hom-bre Armado y entraba en la de Saint—Louis. Allí caminaba a paso lento, fija siempre la vista en un mismo punto que parecía ser para él una estrella, y que no era otra cosa que la esquina de la calle de las Hijas del Calvario. Cuanto más se acercaba a aquella esquina, más brillo había en sus ojos y una especie de alegría iluminaba sus pupilas como una aurora interior; tenía una expresión de fascinación y de ternura; sus labios se movían, como si hablasen a una persona sin verla; sonreía vagamente cami-nando a paso lento. Se diría que, aunque deseaba llegar, lo temía al mismo tiempo. Cuando no faltaban sino unas cuantas casas, se detenía tembloroso, se asomaba tímidamente y había en esa trágica mirada algo semejante al des-lumbramiento de lo imposible, y a la reverbera-ción de un paraíso cerrado. Luego una lágrima resbalaba por su mejilla, yendo a parar a veces a la boca donde el anciano sentía su sabor amargo. Permanecía allí unos pocos minutos, cual si fuera de piedra, y después se volvía por el mismo camino y con igual lentitud; su mirada se apagaba a medida que se alejaba. 510

RkJQdWJsaXNoZXIy Nzg5NTA=