—¿Qué significa esto? —pensó Jean Valjean. Tomó los sillones y los puso en el sitio de siempre, junto a la chimenea. Se reanimó un poco al ver de nuevo el fuego, y prolongó la visita más de lo regular. Pero empe-zaba a darse cuenta de que lo rechazaban. Al día siguiente tuvo un sobresalto al entrar en la sala baja. Los sillones habían desaparecido, no había ni siquiera una silla. —¿Qué es esto? —dijo Cosette en cuanto entró—, no hay sillones. ¿Dónde están los sillones? —Se los han llevado —respondió Jean Valjean. —¡Pues esto es demasiado! Yo he dicho a Vasco que se los lleve, porque no voy a estar más que un minuto. —No es razón para pasarlo de pie. Jean Valjean no halló que decir. —¡Hacer quitar los sillones! ¡No os bastaba con apagar el fuego! ¡Qué raro sois! —Adiós —murmuró Jean Valjean. No dijo: Adiós, Cosette; pero le faltaron fuer-zas para decir: Adiós, señora. Salió abrumado de dolor. Esta vez había com-prendido. Al día siguiente no fue. Cosette no lo notó hasta la noche. —¡Vaya! —dijo—, el señor Jean no vino hoy. Sintió como una ligera opresión de corazón; pero un beso de Marius la distrajo en seguida. Tampoco fue al otro día. Cosette no se dio cuenta hasta la mañana si-guiente. ¡Era tan dichosa! Envió a Nicolasa para saber si estaba enfermo, y por qué no había venido la víspera. 509
RkJQdWJsaXNoZXIy Nzg5NTA=