despoja-do sucesivamente de todas sus alegrías; y su ma-yor miseria fue que, después de haber perdido a Cosette en un solo día, le era preciso perderla ahora otra vez paso a paso. Pero le bastaba con ver a Cosette todos los días, ¿qué más necesitaba? Toda su vida se centra-ba en aquella hora que pasaba sentado junto a ella, mirándola sin desplegar los labios, o bien hablándole de los años de su infancia, del con-vento y de sus amiguitas de entonces. Una tarde Marius dijo a Cosette: —Habíamos prometido hacer una visita a nues-tro jardín de la calle Plumet. Vamos, no hay que ser ingratos. La casa de la calle Plumet pertenecía aún a Cosette, por no haber concluido el plazo del arrien-do. Allí los recuerdos del pasado les hicieron olvi-dar el presente. Cuando oscurecía, a la hora de siempre, Jean Valjean fue a la calle de las Hijas del Calvario. —La señora salió con el señor barón, y aún no ha vuelto —le dijo Vasco. Se sentó en silencio, y esperó una hora. Cosette no volvió. Bajó la cabeza y se marchó. Quedó Cosette tan embriagada con aquel pa-seo a su jardín, y tan contenta de haber vivido un día en el pasado, que la tarde siguiente no habló de otra cosa. Ni siquiera advirtió que no había visto a Jean Valjean. —¿Cómo habéis ido? —le preguntó éste. —A pie. —¿Y cómo habéis vuelto? —En un coche de alquiler. Observaba hacía algún tiempo la estrechez con que vivían los esposos, y le molestaba. La econo-mía de Marius era demasiado rigurosa. Aventuró una pregunta: —¿Por qué no tenéis coche propio? Una bonita berlina no os costará más 507

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