Varias semanas transcurrieron así. Poco a poco entró Cosette en una vida nueva; el matrimonio crea relaciones, las visitas son su necesaria conse-cuencia, y el cuidado de la casa ocupa gran parte del tiempo. En cuanto a los placeres de la nueva vida, se reducían a uno sólo: estar con Marius. Su principal gloria era salir con él y no separarse de su lado. Ambos sentían un placer cada vez mayor en pasearse tomados del brazo, a la vista de todos, los dos solos. Sustituido el tuteo por el vos, y las expresio-nes de señora y señor Jean por las de su trato familiar, Cosette encontraba a Jean Valjean distinto de lo que era antes. Y hasta el propósito que había tomado Jean Valjean de separarla de él se cumplió, pues Cosette se mostraba cada vez más alegre y menos cariño-sa. Sin embargo, siempre lo quería mucho, y Jean Valjean lo sabía. —Erais mi padre y no lo sois ya; erais mi tío, y ya no lo sois; erais el señor Fauchelevent, y sois el señor Jean. ¿Quién sois, pues? No me gustan estas cosas. Si no os conociera, os tendría miedo. El vivía siempre en la calle del Hombre Arma-do, porque no podía resolverse a alejarse del ba-rrio donde habitaba Cosette. Al principio se quedaba con ella unos cuantos minutos, y luego se marchaba. Poco a poco se fue acostumbrando a alargar sus visitas, como si apro-vechara la autorización que se le dieran. Llegaba más temprano y se despedía más tarde. Cierto día a Cosette se le escapó decirle padre y un relámpago de alegría iluminó el sombrío rostro del anciano. —Llamadme Jean —fue su única respuesta. —¡Ah!, es verdad —dijo Cosette riéndose—, señor Jean. —Eso, eso —replicó él, y volvió la cara para que ella no le viera enjugarse los ojos. III. Recuerdos en el jardín de la calle Plumet Fue la última vez. Después de aquel relámpago vino la extinción absoluta. No más familiaridad, no más buenos días acompañados de un beso, no más esa palabra tan dulce: ¡padre! Se vio, tal como él mismo lo buscara, 506
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