Jean Valjean no respondió. Le tomó ella las dos manos, y las besó con profundo cariño. —¡Por favor —le dijo—, sed bueno! Comed en nuestra compañía, sed mi padre. El retiró las manos. —No necesitáis ya de padre; tenéis marido. Cosette se incomodó. —¡Conque no necesito de padre! No hay sentido común en lo que decís. Y no me tratéis de vos. —Cuando venía —dijo Jean Valjean, como si no la oyera—, vi en la calle Saint—Louis un bonito mueble. Un tocador a la moda, de palo de rosa, con un espejo grande y varios cajones. —¡Oh, estoy furiosa! —exclamó Cosette hacien-do un gesto como de arañarlo—. ¡Mi padre Fau-chelevent quiere que lo llame señor Jean y que lo reciba en esta sala horrible! ¿Qué tenéis contra mí? Me causáis mucha pena, os lo juro. Clavó la vista en Jean Valjean, y añadió: —¿Os pesa que sea dichosa? La candidez, sin saberlo, penetra a veces en lo más hondo. Esta pregunta, sencilla para Cosette, era profunda para Jean Valjean. Cosette quería sólo arañar, pero destrozaba. Se puso pálido. Permaneció un momento sin responder; luego, como hablando consigo mismo, murmuró: —Su felicidad era el objeto de mi vida. Dios, ahora, puede quitármela sin que yo haga falta a nadie. Cosette, eres dichosa, y mi misión ha termi-nado. —¡Ah! ¡Me habéis dicho tú! —exclamó Cosette. 504

RkJQdWJsaXNoZXIy Nzg5NTA=