como sobresaltado. Cosette estaba detrás de él. No la vio entrar. Se volvió y la contempló extasiado. Estaba adora-blemente hermosa; pero lo que él miraba no era la hermosura sino el alma. —Padre —exclamó Cosette—, sabía vuestras rare-zas, pero jamás me hubiera figurado que llegasen a tanto. ¡Vaya una idea! Dice Marius que habéis insistido en que os reciba aquí. —Sí, he insistido. Ya esperaba esa respuesta. Está bien. Os pre-vengo que voy a armar un escándalo. Empecemos por el principio. Padre, besadme. Y le presentó la mejilla. Jean Valjean permaneció inmóvil. —No me besáis. Actitud culpable. Os perdono, sin embargo. Jesucristo ha dicho: Presentad la otra mejilla. Aquí la tenéis. Y le presentó la otra mejilla. Jean Valjean parecía clavado en el suelo. —Esto se pone serio —dijo Cosette—. ¿Qué os he hecho? Me declaro ofendida, y me debéis una safisfacción. Comeréis con nosotros. —He comido ya. —No es verdad. Haré que el señor Gillenor-mand os riña. Los abuelos están encargados de reñir a los padres. Vamos, subid conmigo al salón. —Imposible. Al llegar aquí, Cosette perdió algún terreno. Cesó de mandar y pasó a las preguntas. —¡Imposible! ¿Por qué? ¡Y escogéis para verme, el cuarto más feo de la casa! —Sabes... Jean Valjean se detuvo, y luego continuó, co-rrigiéndose: —Sabéis, señora, que soy raro, que tengo mis caprichos. 502
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