Y luego añadió: —Me es imposible no deciros algo sobre el depósito que tan fiel y honradamente habéis en-tregado. Es un acto de probidad. Merecéis que se os recompense. Fijad vos mismo la cantidad, y no temáis que sea muy elevada. —Gracias —respondió Jean Valjean, con dulzura. Permaneció pensativo un momento; después alzó la voz: —Todo ha concluido. Me queda una sola cosa... —¿Cuál? Jean Valjean tuvo una última vacilación y sin voz, casi sin aliento, balbuceó: —Ahora que lo sabéis todo, ¿creéis, señor, que no debo volver a ver a Cosette? —Sería lo más acertado —respondió fríamente Marius. —No volveré a verla —dijo Jean Valjean. Y se dirigió hacia la puerta. Puso la mano en la cerradura, se quedó un segundo inmóvil, luego cerró de nuevo y se enca-ró con Marius. No estaba ya pálido, sino lívido. Sus ojos no tenían ya lágrimas sino una especie de luz trágica. Su voz había cobrado cierta extraña serenidad. —Si queréis, señor, vendré a verla. Os aseguro que lo deseo con toda mi alma. Si no esperara ver a Cosette, no os habría hecho esta confesión. Hu-biera partido simplemente. Pero como quiero per-manecer en el pueblo donde vive Cosette y conti-nuar viéndola, me ha parecido que debía deciros la verdad. Me comprendéis, ¿no es cierto? Es razo-nable lo que digo. Nueve años hace que no nos separamos. Desde mi habitación la oía tocar el piano. Esa ha sido mi vida. Nunca nos hemos separado. Nueve años y algunos meses ha durado esto. Era para ella un padre; y se creía mi hija. No sé si me comprenderéis, señor Pontmercy, pero os aseguro que me sería difícil marcharme ahora y no volverla a ver, no hablarle más, 497

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