—¡Qué pálido estáis, padre! ¿Os duele el brazo? —No, ya está bien. —¿Habéis dormido mal? —No. —¿Estáis triste? —No. —¡Vaya, un beso! Si os sentís bien, si dormí mejor, si estáis contento, no os reñiré. Y le presentó la frente. Jean Valjean la besó. —Cosette —dijo Marius en tono suplicante—, dé-janos solos, por favor. Tenemos que terminar cier-to asunto. —¡Está bien! Me marcho. Marius se cercioró de que la puerta estaba bien cerrada. —¡Pobre Cosette! —murmuró—, cuando sepa... A estas palabras, Jean Valjean se estremeció y clavó en Marius la vista. —¡Cosette! ¡Ah! Os lo suplico, señor, os lo rue-go por lo más sagrado, dadme vuestra palabra de no decirle nada. ¿No basta que vos lo sepáis? Nadie me ha obligado a delatarme, lo he hecho porque he querido. Pero ella ignora estas cosas, y se asustaría. ¡Un presidiario! ¡Oh, Dios mío! Se dejó caer en un sillón, y ocultó el rostro entre las manos. Por el movimiento de los hom-bros se notaba que lloraba. Lágrimas silenciosas; lágrimas terribles. Marius le oyó decir tan bajo que su voz pare-cía salir de un abismo sin fondo: —¡Quisiera morir! —Serenaos —dijo Marius—; guardaré vuestro se-creto para mí solo. 496
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