Y retirando su mano de la de Marius, añadió con una especie de dignidad inexorable: —No necesito más que un perdón: el de mi conciencia. En aquel momento la puerta se entreabrió poco a poco al extremo opuesto del salón, y apareció la cabeza de Cosette. Tenía los párpados hincha-dos aún por el sueño. Miró primero a su esposo, luego a Jean Val-jean, y les gritó riendo: —¡Apostaría a que habláis de política! ¡Qué necedad! ¡En vez de estar conmigo! Jean Valjean se estremeció. —Cosette... —tartamudeó Marius, y se detuvo. Parecían dos criminales. Cosette, radiante de felicidad y de hermosura, seguía mirándolos. —Os he cogido in fraganti —dijo Cosette—. Aca de oír a través de la puerta las palabras de mi padre. La conciencia, el cumplimiento del deber. No ca duda. Hablabais de política. ¡Hablar de política a día siguiente de la boda! No me parece justo. —Te engañas, Cosette —respondió Marius—. Hablábamos de negocios. Buscábamos el medio mejor de colocar tus seiscientos mil francos, y... —Pues si no es más que eso —interrumpió C sette—, aquí me tenéis ¿Se me admite? —Necesitamos estar solos ahora, Cosette. Jean Valjean no pronunciaba una palabra. Cosette se volvió hacia él: —Lo primero que quiero, padre, es que m deis un abrazo y un beso. Jean Valjean se acercó. Cosette retrocedió, exclamando: 495
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