Hubo un silencio. Los dos callaban, hundido cada cual en un abismo de pensamientos. Ma-rius, sentado junto a una mesa; Jean Valjean pa-seándose por la habitación. Notó que Marius lo miraba caminar, y le dijo con un acento indes-criptible: Arrastro un poco la pierna. —Ahora compren-deréis por qué. Miró de frente a Marius, y continuó: —Y ahora figuraos que nada he dicho, que soy el señor Fauchelevent, que vivo en vuestra casa, que soy de la familia, que tengo mi cuarto, que por la tarde vamos los tres al teatro, que acompa-ño a la señora de Pontmercy a las Tullerías y a la Plaza Real; en una palabra, que me creéis igual a vos. Y el día menos pensado, cuando estemos los dos conversando, oís una voz que grita este nom-bre: Jean Valjean, y veis salir de la sombra esa mano espantosa, la policía, que me arranca mi máscara bruscamente. Calló de nuevo; Marius se había levantado con un estremecimiento. Jean Valjean prosiguió: —¿Qué decís? Marius no acertó a desplegar los labios. —Ya veis que he tenido razón en hablar. Sed dichosos, vivid en el cielo, sin preocuparos de cómo un pobre condenado desgarra su pecho y cumple con su deber. Tenéis delante de vos, se-ñor, a un hombre miserable. Marius cruzó lentamente el salón, y, cuando estuvo frente a Jean Valjean, le tendió la mano; pero tuvo que coger él mismo esa mano que no se le daba. Le pareció que estrechaba en la suya una mano de mármol. —Mi abuelo tiene amigos —dijo Marius— yo os conseguiré el perdón. —Es inútil —respondió Jean Valjean—. Se me cree muerto, y basta. Los muertos no están some-tidos a la vigilancia de la policía. Se les deja po-drirse tranquilamente. La muerte equivale al per-dón. 494
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