Entonces dije: No puedo vivir en otra parte; necesito quedarme. Pero tenéis razón, soy un imbécil; ¿por qué no quedarme, simplemente? Me ofrecéis un cuarto en vuestra casa; la señora de Pontmercy me quie-re mucho; vuestro abuelo desea mi compañía, habitaremos todos bajo el mismo techo, comere-mos juntos, daré el brazo a Cosette... a la señora de Pontmercy, perdón, es la costumbre. La misma casa, la misma mesa, el mismo hogar, la misma chimenea en el invierno; el mismo paseo en el verano. ¡Esa es la felicidad, la dicha! Viviremos en familia. ¡En familia! Al pronunciar esta palabra, Jean Valjean tomó un aspecto feroz. Cruzó los brazos, fijó la vista en el suelo como si quisiera abrir a sus pies un abis-mo, y exclamó con voz tonante: —¡En familia! No. No tengó familia. No perte-nezco a la vuestra. No pertenezco a la familia de los hombres. Estoy de sobra en las casas donde se vive en común. Hay familias, mas no para mí. Soy el miserable, el extraño. Apenas sé si he tenido padres. El día en que casé a esa niña, todo termi-nó; la vi dichosa, unida al hombre a quien ama, y junto a ambos ese buen anciano, y me dije: Tú no debes entrar. Fácil me era mentir, engañarlos a todos, seguir siendo el señor Fauchelevent. Mien-tras fue por el bien de ella, he mentido; pero hoy que se trata sólo de mí, no debo hacerlo. Me preguntáis quién me ha obligado a hablar. Os contesto que es algo muy raro: mi conciencia. Pasé la noche buscando buenas razones; se me han ocurrido algunas excelentes; pero no he lo-grado ni romper el hilo que aprisiona mi corazón, ni hacer callar a alguien que me habla cuando estoy solo. Por eso he venido a decíroslo todo, o casi todo; pues lo que concierne únicamente a mi persona me lo guardo. Sabéis lo esencial. Os he revelado mi secreto. Bastante me ha costado deci-dirme, he luchado toda la noche. Sí, seguir siendo Fauchelevent arreglaba todo, todo menos mi alma. ¡Ah! ¿Pensáis que callar es fácil? Hay un silencio que miente y había que mentir, ser embustero, indigno, vil, traidor en todas partes, de noche, de día, mirando cara a cara a Cosette. ¿Y para qué? ¡Para ser feliz! ¿Acaso tengo ese derecho? No. En cambio así no soy sino el más infeliz de los hom-bres, en el otro caso hubiera sido el más mons-truoso. Jean Valjean se detuvo un instante, luego si-guió con una voz siniestra. —No soy perseguido, decís. ¡Sí, soy persegui-do, y acusado y denunciado! ¿Por quién? Por mí. Yo mismo me he cerrado el camino. No hay mejor carcelero que uno mismo. Para ser feliz, señor, se necesita no comprender el deber, porque una vez comprendido, la conciencia es 492
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