Fue una dicha haber podido llorar. Eso quizás lo iluminó. Al principio, no obstante, una tremenda tem-pestad se desencadenó en su alma. El pasado reaparecía; comparaba y sollozaba. La conciencia no desiste jamás.La conciencia no tiene límites siendo, como es, Dios. ¿No es digno de perdón el que al fin sucumbe? ¿No habrá un límite a la obediencia del espí-ritu? Si el movimiento perpetuo es imposible, ¿por qué ha de exigirse la abnegación perpetua? El primer paso no es nada; el último es el difícil. ¿Qué era lo de Champmathieu al lado del casamiento de Cosette y sus consecuencias? ¿Qué era la vuelta a presidio en comparación con la nada en que ahora iba a sumirse? ¿Cómo no apar-tar entonces el rostro? Jean Valjean entró por fin en la calma de la postración. Pensó, meditó, consideró las alternativas de la misteriosa balanza de la luz y la sombra. Imponer su presidio a aquellos jóvenes, o consumar su irremediable anonadamiento. A un lado el sacrificio de Cosette; al otro el suyo propio. ¿Cuál fue su resolución? ¿Cuál fue la respuesta definitiva que dio en su interior al incorruptible interrogatorio de la fatali-dad? ¿Qué puerta se decidió a abrir? ¿Qué parte de su vida resolvió condenar? Permaneció hasta el amanecer en la misma actitud, doblado sobre aquel lecho, prosternado bajo el enorme peso del destino, aniquilado tal vez, con las manos contraídas y los brazos exten-didos en ángulo recto como un crucifijo desclava-do, y colocado allí boca abajo. Así estuvo doce horas, las doce horas de una larga noche de invierno, sin alzar la cabeza ni pronunciar una palabra, inmóvil como un cadá-ver, mientras que su pensamiento rodaba por el suelo o subía a las nubes. Al verlo sin movimiento se le habría creído muerto; de improviso se estremeció, y su boca pegada a los vestidos de Cosette los llenó de besos. Entonces se vio que aún vivía. ¿Quién lo vio, si estaba solo? Ese Quien que está en las tinieblas. 487
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