zapatos, tan grandes que casi podrían servir aún a Cosette, por lo diminuto de su pie; el delantal y las medias de lana. El era quien había llevado a Montfermeil estos vestidos de luto para Cosette. A medida que los sacaba de la maleta, iba poniéndolos en la cama. Pensaba. Recordaba. En invierno, en diciembre, con más frío que de costumbre, estaba tiritando la niña medio des-nuda, apenas envuelta en harapos, con los pies amoratados y metidos en unos zuecos rotos, y él la había hecho dejar aquellos andrajos para vestir-se de luto. La madre debió alegrarse en la tumba al ver a su hija de luto por ella y, sobre todo, al verla vestida y abrigada. Colocó en orden las prendas sobre la cama, el pañuelo junto a la falda, las medias junto a los zapatos, la camiseta al lado del vestido, y las contempló una tras otra, diciendo: \"Este era su tamaño; tenía la muñeca en los brazos, había guar-dado el luis de oro en el bolsillo de este delantal, se reía, íbamos los dos tomados de la mano, no tenía más que a mí en el mundo\". Al llegar allí, su blanca y venerable cabeza cayó sobre el lecho. Aquel viejo corazón estoico pareció romperse y hundió el rostro en los vesti-dos de Cosette. Si entonces alguien hubiera pasa-do frente a su cuarto, habría oído sus desconsola-dos sollozos. La antigua y terrible lucha, de la que hemos visto ya varias fases, empezó de nuevo. ¡Cuántas veces hemos visto a Jean Valjean luchando en me-dio de las tinieblas a brazo partido con su concien-cia! ¡Cuántas veces la conciencia, precipitándolo ha-cia el bien, lo había oprimido y agobiado! ¡Cuántas veces, derribado a impulso de su luz, había implo-rado el perdón! ¡Cuántas veces aquella luz implaca-ble, encendida en él y sobre él por el obispo, le había deslumbrado, cuanto deseaba ser ciego! ¡Cuántas veces se había vuelto a levantar en medio del combate, asiéndose de la roca, apoyán-dose en el sofisma, arrastrándose por el polvo, a veces vencedor de su conciencia, a veces vencido por ella! Resistencia a Dios. Sudores mortales. ¡Qué de heridas secretas que sólo él veía sangrar! ¡Qué de llagas en su miserable existencia! ¡Cuántas veces se había erguido sangrando, magullado, destrozado, iluminado, con la deses-peración en el corazón, y la serenidad en el alma! Vencido, se 485

RkJQdWJsaXNoZXIy Nzg5NTA=