mucho la mano, lo cual le impedía comer con el señor barón y la señora baronesa. Que rogaba lo dispensaran, y que ven-dría mañana a primera hora. Aquel sillón vacío entibió un instante la eufo-ria del banquete nupcial, pero el señor Gillenor-mand ocupó al lado de Cosette el sitio destinado a Jean Valjean y las cosas se arreglaron. Cosette, al principio triste por la ausencia de su padre, acabó recuperando su alegría. Teniendo a Marius, Coset-te no hubiera echado de menos ni al mismo Dios. Al cabo de cinco minutos, la risa y el júbilo reina-ban de un extremo al otro de la mesa. III. La inseparable ¿Qué se había hecho Jean Valjean? Aprovechó un instante en que nadie lo miraba, y salió del salón. Habló con Vasco y se marchó. Las ventanas del comedor daban a la calle. Permaneció algunos minutos de pie a inmóvil en la oscuridad, delante de aquellas ventanas ilumi-nadas. Estaba escuchando. El confuso ruido del banquete llegaba hasta él. Oía la voz alta del abuelo, los violines, el sonido de los platos y los vasos, las carcajadas, y en medio de todo aquel alegre rumor, distinguía la dulce voz de Cosette. Se fue a su casa. Al entrar encendió la vela y subió. La habitación estaba vacía; hasta faltaba Santos, quien desde ahora atendía a Cosette. Sus pisadas hacían en los cuartos más ruido que de ordinario. Entró en el cuarto de Cosette. La cama sin hacer ofrecía a sus ojos el espectáculo de colcho-nes arrollados y almohadas sin funda que daban a entender que nadie debía volver a acostarse en aquel lecho. Volvió a su dormitorio. Había sacado el brazo del pañuelo, y se servía de la mano derecha sin ningún dolor. Se acercó a la cama, y sus ojos, no sabemos si por casualidad o de intento, se fijaron en la \"inse-parable\", como llamaba Cosette a la maleta que tanto la intrigaba. La abrió y fue sacando de ella uno a uno los vestidos con que diez años antes había partido Cosette de Montfermeil; primero el traje negro, después el pañuelo también negro, en seguida los 484
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