Jean Valjean. En la segunda iba Marius. Los carruajes tuvieron que detenerse en la fila que se dirigía a la Bastilla; casi al mismo instante en el otro extremo, la otra fila que iba hacia la Magdalena, se detuvo también. Había allí un ca-rruaje lleno de máscaras que participaban en las fiestas. La casualidad quiso que dos máscaras de aquel carruaje, un español de descomunal nariz con enor-mes bigotes negros, y una verdulera flaca, aún en la flor de la edad, y con antifaz, quedaran al frente del coche de la novia. —¿Ves a ese viejo? —dijo el hombre. —¿Cuál? —Aquel que va en el primer coche, a este lado. —¿El que lleva el brazo metido en un pañuelo negro? —El mismo. ¡Que me ahorquen si no lo conoz-co! ¿Puedes ver a la novia inclinándote un poco? —No puedo. —No importa. Te digo que conozco al del bra-zo vendado. —¿Y qué ganas con conocerlo? —Escucha. —Escucho. —Yo, que vivo oculto, no puedo salir sino dis-frazado. Mañana no se permiten ya máscaras como que es miércoles de Ceniza, y corro peligro de que me echen el guante. Fuerza es que me vuelva a mi agujero. Tú estás libre. —No del todo. —Más que yo al menos. —Bien. ¿Qué es lo que quieres? 482
RkJQdWJsaXNoZXIy Nzg5NTA=