primera falta, su larga expiación, su embruteci-miento exterior, su endurecimiento interior, su li-bertad halagada con tantos planes de venganza, las escenas en casa del obispo, la última acción que había cometido, aquel robo de cuarenta suel-dos a un niño, crimen tanto más culpable, tanto más monstruoso cuanto que lo ejecutó después del perdón del obispo; todo esto se le presentó claramente; pero con una claridad que no había conocido hasta entonces. Examinó su vida y le pareció horrorosa; exa-minó su alma y le pareció horrible. Y sin embar-go, sobre su vida y sobre su alma se extendía una suave claridad. ¿Cuánto tiempo estuvo llorando así? ¿Qué hizo después de llorar? ¿Adónde fue? No se supo. Sola-mente se dijo que aquella misma noche, un co-chero que llegaba a D. hacia las tres de la maña-na, al atravesar la calle donde vivía el obispo vio a un hombre en actitud de orar, de rodillas en el empedrado, delante de la puerta de monseñor Bienvenido. 48

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