Marius, interiormente y en el fondo de su pen-samiento, se hacía todo género de preguntas mu-das. Se preguntaba si estaba bien seguro de haber visto al señor Fauchelevent en la barricada, y has-ta si existió el motín. A veces sentía el humo de la barricada, veía de nuevo caer a Mabeuf, oía a Gavroche cantar bajo la metralla, sentía en sus labios el frío de la frente de Eponina, vislumbraba las sombras de todos sus amigos. Aquellos seres queridos, impregnados de dolor, valientes, ¿eran creaciones de su fantasía? ¿Existieron realmente? ¿Dónde esta-ban, pues, ahora? ¿Habían muerto, sin quedar uno solo? VIII. Dos bombres dciles de encontrar La dicha no consiguió borrar en el espíritu de Marius otras preocupaciones. Mientras llegaba la época fijada, se dedicó a hacer escrupulosas indagaciones retrospectivas. Tenía deudas de gratitud con dos personas, tanto en nombre de su padre como en el suyo propio. Una era con Thenardier, y la otra con el des-conocido que lo llevó a casa de su abuelo. Deseaba encontrar a estos dos hombres, pues no podía conciliar la idea de su felicidad con la de olvidarlos, pareciéndole que esas deudas de grati-tud no pagadas ensombrecerían su vida futura. El que Thenardier fuese un infame no impedía que hubiera salvado al coronel Pontmercy. The-nardier era un bandido para todos excepto para Marius, que ignoraba la verdadera escena del cam-po de batalla de Waterloo y no sabía, por lo tanto que su padre, aunque debía la vida a Thenardier, no le debía, en atención a las circunstancias parti-culares de aquel hecho, ninguna gratitud. Pero no logró descubrir la pista de Thenardier. Sólo averiguó que su mujer había muerto en la cárcel durante el proceso. Thenardier y su hija Azelma, únicos personajes que quedaban de aquel deplorable grupo, habían desaparecido de nuevo en las tinieblas. En cuanto al individuo que había salvado a Marius, las indagaciones llegaron hasta el carruaje que lo trajera a casa de su abuelo, la noche del 6 de junio. El cochero 478
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